El Flamenco como recurso terapéutico.
Quienes se acercan al baile flamenco y comienzan a estudiarlo, rápidamente se dan cuenta de lo difícil de su interpretación y ejecución.  Algunos sienten un estricto respeto por éste arte, que muchas veces se convierte en miedo. 
El respeto nos hace ir con cuidado. El miedo nos impide ir. El respeto como un indicador de cuidado bien entendido, estimula al crecimiento; el respeto al extremo es el miedo a mostrarnos o lo que conocemos por vergüenza. “A menudo notamos que los sentimientos reprimidos son tan enormes que, si los expresamos, nos abrumarían demasiado” así de claro lo expresa John Bradshaw  en su libro “Sanar la vergüenza que nos domina”.[1]

Muchos se han quedado fuera del aspecto artístico del  flamenco y permanecen como espectadores de este hacer por miedo a no ser “buenos”, sin observar que no tiene demasiado que ver el caudal de talento, sino más bien  la confianza y estima para vencer obstáculos sin atribuírselos a título personal y aceptándolos como meros peldaños propios del crecimiento. El miedo tiene muchos hijos y el juicio de valor es uno que vigila de cerca a algunos artistas, manteniéndolos como jueces críticos de su propio arte, por inseguridad, comparación, competencia, bloqueos, pánico escénico, sensación de rechazo o fracaso; en definitiva, por miedo a no saber vivir de su arte. 

          El flamenco es  una energía en estado puro. La forma que adquiere el flamenco en el cuerpo -colocación alineada, mirada al frente, fuerza en el gesto, movimientos atinados y con peso-  hay que direccionarla hacia aquello que  se desea poner de relevancia durante un trabajo terapéutico de crecimiento emocional, como en este caso: para abordar el miedo. 
           La propuesta es danzar con el miedo para aprender a perderle respeto, aceptando que aquello que tememos es precisamente la puerta que debemos abrir, asumiendo que, de no hacerlo, se quedará esperando como un ave carroñera el momento de más debilidad sometiéndonos y devorando nuestra estima. El camino hacia nuestra evolución consiste, precisamente, en des-cubrir lo que se esconde detrás del miedo. El miedo no existe, es la excusa del ego para mantenernos prisioneros e inmóviles. 
Comencé a tener miedo cuando me fui haciendo mayor. Siempre fui muy lanzada a grandes experiencias y desafíos, encantada por la adrenalina de cambios drásticos, arrojándome al vacío literal sólo confiando en el amor, como cuando decidí venir a vivir a Sevilla con el que ahora es mi compañero, amigo y amante. Pero en algún momento -entre mis treinta y cinco y cuarenta y dos años- comencé a tener miedos molestos, siendo  autocrítica al extremo; mi exigencia crecía con mis años. El miedo a no tener un cuerpo que responda para seguir bailando, sin dudas encubría mi eterno no merecimiento. 
          Me perdía de mí por creencias falsas que construía acerca de lo que el público o mis compañeros esperaban ver. Me he abandonado muchas veces saliendo de mi centro, el miedo me ha devorado y el ego se ha hecho capitán, tomando el mando de mi baile. He perdido la danza de mi ser por hacer la que el ego exigía y esperaba, dejando de confiar en mí y de fluir conmigo; he sido capaz de ponerme mental sintiéndome incómoda y bailando una mentira. He tenido que  aprender danzando con cada baile del miedo y de frustración para descubrir la simpleza de mi ser danzante con humildad, aceptando con amor y merecimiento y  sin juicios de valor, sólo disfrutando del danzar. 
          Tengo una premisa que cada día aprendo a cuidar y respetar. Cada día, así como un alcohólico, me digo: “hoy amo mi ser danzante con humildad” porque el miedo es traicionero y, si vuelve a aparecer, me pongo manos a la obra; puesto que he dejado de mirarme con amor.
          El amor es lo contrario del miedo.
[1] BRADSHAW, Jhon: SANAR LA VERGÜENZA QUE NOS DOMINA-Madrid-Obelisco-4/2004-
“La India”