Todo lo que hago en mi vida tiene un sentido y una dirección.  Claro que la mayoría de las veces no tengo ni idea de qué se trata, lo voy descubriendo a medida que avanzo. Con años de experiencia, he aprendido a confiar en la guía que ese misterio me proporciona cada vez un poquito más.

Mi estética y la forma en la que expreso mi personalidad, han sido muy simbólicas desde siempre en mí, siendo creencias que me han servido de mucho para emprender nuevos caminos. El problema de ciertas máximas es cuando se hacen fijas y no nos damos cuenta que han caducado hace años.

Creer que mi pelo largo brillante y negro, me daba fuerza en mi expresión flamenca fue muy cierto, lo disfruté, lo encarné y revoleé mis peinas al viento más de una vez pellizcando mi melena. Ha sido un adorno perfectamente cuidado y acicalado al que le he dedicado tiempo, dinero. También le he exigido a dar lo mejor de sí con tintes, productos extraños y sometiéndolo a aparatos de calor. Ha sido el marco de mi expresión acompañando cada uno de mis gestos y por eso lo he despedido con honores, lo ha dado todo y sentí que era mejor despedirlo cuando aún estaba digno de sí. No hubiera podido verlo desmecharse, acortarse opacarse y afinarse como ya comenzaba a perfilar por el solo hecho de seguir apegada a él.

Dejo el personaje de crines morenas, el que me dio la fuerza de bailar con muchos de las y los grandes de este arte, para dejar de encasillar cada parte de mí en su cubículo y permitir que se mezclen unas con otras. Abro espacios lindados por mis propios prejuicios, como el de haber tenido el pelo largo no solo por presumir, sino porque no concebía una flamenca sin él. Recuerdo cuando Ornella Mutti, la actriz italiana, causó un gran revuelo durante mi adolescencia por haberse rapado para una película, esa imagen me asombró y me cautivó; en mi fantasía siempre dije que alguna vez yo, lo iba a hacer. Esa vez llegó este 11 de agosto, cuando el eclipse proponía una gran transformación que me animó a desnudar mi cabeza al cero.

Recuerdo una vez andando por calle Sol, dos señores mayores que venían algunos metros detrás de mí y uno le decía al otro “¡Mira qué cabello, si parece el manto de la Macarena!”. Mi cabello tenía un brillo y una negrura que reflejaba la luz, mi luz, aunque últimamente lo sentía opaco y seco, tal vez como aquella parte de mí que necesitaba revivir, re-nacer, re-comenzar ¿Quién sabe?

Me rapó Carlos, yo no me vi hasta el final. Me fui asomando al espejo con cuidado, cuando la imagen se desvelaba ante mi algo golpeó mi corazón, supongo que el miedo, aterrando como suele ser su costumbre. Pero al reconocerme poco a poco, volví a ver la luz y el brillo. Esta vez de mi pelo blanco y también un brillo nuevo y más maduro que albergaba nuevas esperanzas en el fondo de mis ojos.

Ahora mis canas blancas son las que reflejan esa luz. Siento mi cabeza vibrar y tengo sensaciones físicas en mi cuero cabelludo que jamás había tenido antes. Tomo registro de mis ojos distendidos y sin peso. Percibo amplitud por encima de mí, como si mi mente defectuosa y obsesiva se uniera a la gran inmensidad y se diluyera allí. Me siento tranquila y segura, ahora comprendo que estaba viviendo más pegada al prejuicio de lo que mi ego me permitía ver.

Hace algunos años había decidido dejar de teñirlo y soltar mis mechas blancas al sol, esta vez no quería cortarlo ni verlo envejecer. Mi nueva cabeza me hace sentir más sincrónica con los 50 años que estoy por festejar, me siento más viva y más real.

Tengo razones poderosas y también de causas estéticas, pero hay una razón fundamental y es porque sí. Porque cuanto más experimente, más vida vivida guardaré en mi alma para compartirla con quien me necesite. Porque deseo que la vida no me afecte tanto para aprender con los próximos años a ser más simple y tántrica, observando la vida sin polaridades, con compasión por mí y por todo lo que me rodea.