Llegando a mis cincuenta años dejé de sentirme triste por mi tristeza, de algún modo dejo de compadecerme y comienzo a aceptar que mi tristeza es parte de mí.Puedo describirla como una dulce sensación de amargor en el fondo de mi garganta, que a veces se hace más presente y decide ahorcarla solo por el hecho de sentirse recordada y canalizada, entonces caen unas cuantas lágrimas gordas y calientes que ayudan a su desahogo.

Últimamente no sé bien a qué adjudicársela, será que son tantas experiencias vividas que se condensan en una sola sensación, que de vez en cuando, sobre todo con mi ciclo menstrual, es necesario dejarlas expresarse.

Aquello que me provoca profunda tristeza va de la mano de la felicidad. Un equilibrio que surge por la naturaleza pendular a gran velocidad e intensidad. Es como si pudiera sentir ambas emociones al mismo tiempo. Imaginarse mirando un partido de tenis justo en medio del estadio, del lado izquierdo está la tristeza y del derecho la felicidad. Pues bien, ese partido comienza a ser tan veloz que no logras ver la bola si la sigues con tu cabeza, excepto que detengas tu mirada en el centro de ese vaivén. Así podrías percibir la pelota en la quietud, cuando en verdad está vibrando a un ritmo infinitamente rápido. Las dos participantes del juego: la tristeza y la felicidad se funden en un mismo espacio. Pues así es cuando siento ese equilibrio sin detenerme en ninguno de los dos polos, sé que ellas están allí, pero yo solo siento el movimiento de la vida.

Ya no me da tristeza lo que no fue o los que se fueron, me dan tristeza los que están y lo que ocurre. Esto lo siento profundamente en mis seres amados, en su descubrir la vida batallando con fuerza contra el destino y me da tristeza tener que verlo sin hacer nada.

Hoy día me da tristeza ver con mis ojos del corazón -una intuición que no he pedido, pero me ha sido otorgada- me paraliza y me aprieta cuando no puedo entregarla. He comprendido finalmente y después de muchas envestidas intentando ser útil a quien no me lo pedía, que es imposible asistir a quien no quiere y es contraproducente. Ahora veo que, por no soportar mi tristeza de percibir el potencial inexplorado en el otro y queriendo ayudar desde una superioridad que no me correspondía, he sido impulsiva, avasallante y exigente, provocando que mis seres amados se protejan de mí.

Hoy no me dan tristeza las pérdidas, ellas tienen su sentido, aunque muchas veces no pueda comprenderlas. Hoy me da tristeza intuir más de lo que me está permitido y no poder servir al otro en ese orden. Por eso, desde hace ya algún tiempo me fui bajando de las tablas y regresando a la consulta, para poder acompañar sirviendo desde la igualdad, a quien está confundido, dolido o perdido y darle todo lo que esté en mí.

Así, canalizo esa intuición para el acompañamiento terapéutico que aunque no la haya elegido, es mi destino. Como me dijo una chamana una vez: “lo tuyo no es bailar, sino el servicio para que los demás puedan bailar”

La India

Flamenca.Terapeuta Corporal. Escritora

www.la-india.es